La masculinidad tóxica – Capítulo 5 – Útiles, productivos, rentables y lucrativos … o nada

Compartimos el capítulo 5 del libro «La masculinidad tóxica«, dónde Sergio Sinay describe como el patriarcado obliga al varón a ser una máquina productiva.

Hay historias que sintetizan miles de historias y que, en sí mismas, describen a fondo una cuestión. La siguiente es una de ellas. Me la contó un hombre que vino a consultarme para que lo acompañara en la exploración de algunas preguntas lo habían alcanzado en la mitad de la vida. Hablábamos de ciertas actitudes relativas al matrimonio, a los hijos, a la familia y al trabajo que empobrecen nuestras vidas. Entonces me contó de uno de sus amigos, un importante empresario de la industria automotriz al que nada le faltaba. Había logrado dinero, mercados, poder. Representaba a una gran corporación europea, era homenajeado por esa corporación debido a los pingües negocios que generaba. A su vez recibía a los altos directivos de la compañía cada vez que venían a la Argentina, como si fueran reyes. Les conseguía los mejores alojamientos, los llevaba a suntuosos restaurantes, los guiaba en los más excelentes viajes de placer y hasta se encargaba de que dispusieran de ostensible y generosa compañía femenina que él mismo contrataba. Este hombre era amigo de políticos, de funcionarios, los bancos le rendían pleitesía, prácticamente desconocía la imposibilidad, despreciaba los límites. Le gustaban los caballos y se había construido un hipódromo particular. Amaba la caza y las cabezas de las piezas que mataba decoraban cada metro de sus casas (la de campo, la de la ciudad, la que tenía en la playa).

Un día, en una partida de caza, el hombre sufrió un terrible accidente, combinación de disparo y caída. Fue trasladado rápidamente a un hospital y salvó su vida casi azarosamente. Mi consultante fue a visitarlo varios días más tarde a la clínica en la que estaba internado. Lo encontró inmovilizado por yesos y vendajes en casi un 80% de su cuerpo. Varias sondas llevaban sueros a su organismo y apenas podía hablar. La visita fue breve; no había que cansado y él apenas podía sostener la atención. Era evidente que el tratamiento y la internación llevarían un largo tiempo. Tres días más tarde, mi interlocutor regresó a la clínica para una nueva visita y se encontró con una sorpresa. Su amigo ya no estaba en el lugar. Bajo su propia cuenta y riesgo (para lo cual había firmado un documento), se había retirado a su domicilio para continuar allí con el tratamiento. Pero tampoco lo encontró en la casa. Por fin dio con él en el último lugar en el que esperaba encontrarlo. En su despacho de presidente de la empresa. Había convertido su oficina en una suerte de clínica ambulante. En donde solía estar el escritorio se veía una cama rodeada de monitores y de soportes para las botellas de suero. En la cama, yacía el empresario. Mi consultante le preguntó si estaba loco, inquirió a qué obedecía aquello. «¿Sabés una cosa?», respondió el empresario, «no puedo estar si no es aquí, en otro lugar me muero. En la clínica me siento paralizado, en mi casa no soy nadie, todo me resulta ajeno. En cambio aquí me siento bien. Soy el rey, me siento bien.»

La historia es real. El paradigma masculino tóxico dice que el hombre es lo que hace. Es abogado, es empresario, es obrero, es comerciante, es futbolista, es ingeniero, es médico. Identidad y profesión u oficio se confunden, se licuan hasta el punto en que son indivisibles. «En mi casa no soy nadie», dice el empresario averiado. «Aquí soy el rey.» Necesita estar en su lugar de trabajo para sentirse reconocido. Desde que producción, provisión, potencia y poder se instalaron como bases constitutivas del modelo masculino todavía predominante, un hombre debe encontrar un lugar en la cadena productiva.
No trabajar, no producir, es sinónimo de no poder proveer, lo que a su vez se puede entender como impotencia (incluso sexual, ya que así suelen vivirlo los varones) o como debilidad. Para el varón de esta sociedad, todavía hoy, el trabajo no es tema de elección. Es una obligación. Si se es hombre, se debe trabajar. Hasta las mujeres que claman por caballeros más sensibles y espirituales desconfían cuando estos carecen de oficio, profesión o quehacer comprobado o comprobable. Acaso esto haya comenzado cuando Adán fue expulsado del Paraíso con el mandato de ganarse el pan con el sudor de su frente (en ese mismo momento la mujer, Eva, quedó obligada a parir con dolor y a ratificar su feminidad a través de la maternidad). Lo cierto es que el mandato está vigente y tiene vastas consecuencias culturales y sociales.

Una gran empresa inmobiliaria y financiera publicó en diarios argentinos, a principios de esta década, un aviso tan siniestro como memorable. En la imagen se veía al presidente de la firma y se afirmaba que, en esa compañía, todos los empleados aman su profesión. Pero sus familias la odian, añadía una frase· casi desafiante. Y, más abajo, por si alguien no había entendido, remataba con este texto: La mayoría de nuestros brokers debería dedicarle más tiempo a su familia. Pero eso es difícil, porque le dedican mucho tiempo a usted. Pocas piezas mediáticas deben de haber sintetizado con más ferocidad y de una manera más escalofriante lo que se entiende por trabajo en la sociedad organizada según los cánones del modelo masculino tóxico.

La herramienta humana

Vimos en un capítulo anterior1 en qué momento histórico se comenzó a delinear el estereotipo de varón productor y proveedor que predomina aún. Aceptado como hombre a partir del cumplimiento de los mandatos del estereotipo, el varón colocó en el desempeño laboral una parte fundamental del basamento de su masculinidad. Todavía hoy, un hombre que tenga una pareja armoniosa, que sea un padre emocionalmente dedicado a sus hijos y que coloque entre sus valores prioritarios la empatía, la piedad, la solidaridad, la cooperación o la sensibilidad, pero que no exhiba grandes éxitos laborales o económicos, será considerado poco confiable, sospechoso de debilidad, cuando no directamente alguien que fracasó. Lo contrario ocurre con la mujer. Puede ser una profesional de excelencia, alcanzar altos logros económicos y laborales, puede destacarse en el plano social, pero si a cierta altura de su vida no ha encontrado marido y no tiene hijos, resultará ella la sospechosa, la poco confiable como mujer y quizá también la «fracasada».

El doctor Warren Farell, uno de los pioneros en el estudio de la cuestión masculina, abogado de hombres que fue premiado por la Organización Nacional de Mujeres, de los Estados Unidos, concluye en su libro Why men are the way they are2 que, bajo estos parámetros, los hombres se convierten en objetos, de la misma manera que las mujeres lo son en el aspecto sexual. Es así. Cuando se le enseña que él es lo que hace, el hombre se convierte en una herramienta viviente. Tanto produces, tanto vales, tanto provees, tanto se te reconoce. El cuerpo del varón no crea hijos (lo cual es falso, pero así está instalado en las creencias culturales), por lo tanto debe procurar frutos materiales. En una conmovedora y esclarecedora antología de breves ensayos y testimonios realizada por el investigador y poeta Keith Thompson bajo el título Ser hombre3, se encuentran estas palabras de John Lippert: «Cuando estoy trabajando ya no soy verdaderamente yo, por lo menos en un sentido muy amplio. No trabajo cuando quiero hacerlo; no disfruto con mi trabajo; no trabajo porque quiera hacerlo; no trabajo en algo que me guste hacer; no percibo un sentido en realizar mi tarea; y no siento satisfacción cuando la he acabado. Soy un productor, mi única mi única función significativa consiste en hacer dinero para la Fisher Body (empresa en la que se desempeña). La Fisher Body me valora altamente por ello, y al final de cada semana me compensa con un cheque que es mío para que yo lo use como quiera. Pero, atención: tengo que gastar gran parte de ese cheque y emplear gran parte de mi tiempo libre preparándome para reintegrarme a mi papel de productor».

Cuando producción y masculinidad se convierten en engañosos sinónimos, el varón es lo que hace y así se presenta: «Soy abogado, médico, comerciante, empleado, diseñador, contador, ingeniero, concesionario, etc., etc.». Y cuando, por la razón que fuera, deja de hacer, siente que deja de ser. Tal como ocurría con el empresario presentado al comienzo de este capítulo. El trabajo se convierte entonces en una trinchera a defender como quien defiende su vida. De hecho, allí está su identidad. Según cifras proporcionadas por la Superintendencia de Riesgos de Trabajo de la República Argentina, una repartición gubernamental, en el año 2004 se denunciaron sólo 8.055 casos de enfermedades profesionales cuando, en realidad, ocurrieron 494.847. La misma dependencia estima que existen más de cien causantes de enfermedades profesionales y más de 350 oficios y profesiones en donde los trabajadores están expuestos a ellas. Que semejante proporción de enfermedades originadas en el trabajo no se registren se debe a una combinación de deficiente detección y diagnóstico con ocultamiento de síntomas. No se puede desertar, y enfermedad es deserción, así lo viven los hombres. Por otro lado, desde la óptica corporativa, hay muchos discursos sobre el cuidado de los recursos humanos y la conciliación entre familia y trabajo, o frases del tipo «nuestra empresa es nuestra gente» y demás, pero, en la lógica de las empresas, el valor más alto es siempre la rentabilidad. A cualquier precio. El precio puede ser la salud o la vida del que trabaja, del que consume o del medio ambiente. No olvidemos que el paradigma masculino tóxico rige al trabajo, a los negocios, a la política, al deporte, a la guerra. En ese paradigma no cabe la palabra perder. Al respecto, el psicoterapeuta jungiano Aaron Kipnis proporciona en su trabajo Los príncipes que no son azules4 un dato terminante: los hombres mueren, por causas relacionadas con el trabajo, en proporción de 20 a uno respecto de las mujeres. Todos los discursos y proclamas que las corporaciones emiten en sentido contrario, tienen su contracara en estas palabras del español Juan Carlos Olabarrieta, socio de la consultora Towers Perrin, quien declara en una investigación ya mencionada de la revista del diario madrileño El País: «Se habla más de lo que se hace, porque los altos directivos, en su gran mayoría hombres, no perciben la necesidad de un cambio».

El que trabaja es un medio de producción. Así se lo trata, así se considera a sí mismo. El trabajo como un espacio de creatividad, como modo de vinculación profunda, como territorio solidario y socialmente fecundante, el trabajo como apertura a la trascendencia, resulta inconcebible, salvo para quien así lo asuma a nivel individual y como excepción del paradigma. Las grandes crisis socioeconómicas que vienen asolando al mundo contemporáneo desde comienzos de la década de los noventa (las hubo antes, pero éste es un fenómeno específico) al calor de políticas neoliberales y neoconservadoras, han puesto de relieve las características del trabajo en el contexto machista tóxico.

Tomemos un solo ejemplo, planteado por Rod Myer, periodista y escritor australiano que estudió los efectos de la globalización en la vida de los hombres. En Manhood (un sitio de Internet australiano dedicado a temas de masculinidad), Myer contaba, hacia 1 995, la pérdida de 50 mil puestos de trabajo masculinos sólo en Australia y sólo en dos años, debido a una moda que, desde entonces, no ha cesado entre las corporaciones: la reingeniería (sofisticado y disimulado nombre para el despido de aquellos que sobran y atentan contra la rentabilidad programada). «Son más que trabajos los que se perdieron», escribía Myer, «se trata de proyectos de vida, sensación de seguridad, identidad. Todo eso se evapora cada vez que un hombre se queda sin trabajo.» En el mismo período, y en el mismo país (según las cifras de la investigación de Myer), los empleos femeninos aumentaron en una cantidad de 39 mil. No se trata, por supuesto, de un fenómeno australiano. Desde que la globalización nos envuelve, las grandes manifestaciones sociales configuran un inmenso holograma del cual cada país es una pequeña porción. Como en los hologramas, en un trozo se puede ver siempre la figura total. Es el mundo en que vivimos, es el modelo predominante de sociedad humana en el arranque del siglo veintiuno.

El perro se muerde la cola

En ese mundo se prepara a los hombres para trabajar, se delinea la identidad masculina sobre la base de la productividad, se les dice a los hombres que serán reconocidos de acuerdo con su rendimiento y luego, cuando la conveniencia del sistema lo determina, se les deja de garantizar espacios en la cadena de montaje productiva. Para ser proveedor; como se le enseñó y luego se le exigió si pretendía ser hombre, el varón necesitó ser primero productor. Un productor proveedor podía sentirse protector y poderoso (y así era considerado). Y la conjunción de todas esas características lo hacían sentir, a su vez, potente. Producción, Provisión, Protección, Potencia. Las cuatro P sobre las que se sostuvo siempre el paradigma de la masculinidad tóxica. Se trata de un sostén bastante precario. Basta con que tambalee una de las patas para que la mesa se derrumbe. Y el modelo socioeconómico neoliberal atentó contra la primera P: productividad. El paradigma masculino que establece un correlato entre trabajo e identidad, dio pie a un modelo social en el cual a los varones, a la hora de salir al mundo, se les garantizó habitualmente un lugar en el mundo laboral. Podía ser de mandadero, asistente o aprendiz, pero había un lugar. Luego dependería de él evolucionar. A partir de las brutales e impiadosas «reingenierías» iniciadas en los noventa, ya no sólo se hizo difícil insertarse en el mundo del trabajo y la producción, sino incluso permanecer en él aun cuando un hombre estuviera en la cima de la pirámide.

Un hombre que no produce no provee, quien no provee difícilmente pueda sentirse protector o pueda ser percibido como tal, y sin producir, proveer ni proteger un hombre formado según las normas del mandato tradicional y vigente, ve esfumarse su potencia, no sólo en el plano sexual (las disfunciones eréctiles, queda dicho, crecen al ritmo de la desocupación), sino en el emocional (también la depresión acompaña al desempleo), en el social (los hombres desaparecen de los espacios que suelen frecuentar, se alejan de los amigos, de las actividades sociales y deportivas). En los últimos tramos del siglo veinte y en los inaugurales del veintiuno, ésta fue la última gran calamidad generada por el patrón disfuncional de la masculinidad: emitir un mandato y negar las condiciones para su cumplimiento. Esto no hace más que intensificar, de un modo perverso, la actualidad del paradigma. Al haber menos puestos de trabajo, la competencia por ellos se hace más salvaje y feroz. Las probabilidades de ser un «perdedor» (fracasado, emasculado, feminoide) crecen. Si en paralelo las mujeres demuestran su propia capacidad de trabajar y proveer (ya sea por necesidad, por elección o porque resultan más baratas para el empleador), la enclenque base de la masculinidad está siempre en peligro de derrumbe. Por ignorancia emocional, por no haber sido estimulados en otras alternativas, por carencia de recursos psíquicos adecuados, los hombres, en su gran mayoría, se empeñan en salir de esta situación haciendo más de lo mismo, en sobredosis. Más machismo, más aislamiento emocional, más competencia desaforada, menos cuidado de sí mismos y del entorno al que pertenecen, menos sensibilidad. Agreguemos adicciones. Los que tienen trabajo se hacen adictos a él para no perderlo y se estimulan con fármacos cuando no con drogas (la cocaína es la droga del rendimiento, que ya no sólo tiene uso social sino también laboral en los ambientes en donde la competencia es más desalmada). Y muchos de los que pierden su referencia laboral caen en adicciones al alcohol, o también a las drogas, en busca de atenuar el sufrimiento que no están preparados para abordar de maneras superadoras o transformadoras.

Entre los hombres, la adicción al trabajo no está mal vista, ni siquiera se considera una propensión tóxica. Es muy común que los varones se definan como «workaholicos» casi con orgullo, como quien dice «Yo combatí en las trincheras durante la Segunda Guerra». Las empresas premian esa dedicación, como vimos. Y, con la misma facilidad, se desprenden de quien ya no les rinde lo necesario. Son reglas del mundo masculino que se siguen sin cuestionamiento. Los hombres no lloran, no se lamentan, no aflojan, no se quejan. Mueren con las botas puestas (hasta esa tarea dejan para sus esposas e hijos, sacarles las botas una vez que mueren). Podríamos arriesgar, también, que si la ausencia emocional del padre es una herida que comparte la gran mayoría de los hombres adultos de hoy, la adicción al trabajo podría ser una manera inconsciente y vana de demostrarles a esos padres ausentes la propia valía como varón. Si mi padre demostró su hombría siendo un proveedor rendidor, yo seré como él, quizá así me apruebe, me registre, me confirme (ya sea mi padre vivo o el espíritu de él). Esa idea fantasmagórica aflora en la mente de muchos, de demasiados hombres: lo he podido comprobar a lo largo de años de explorar y compartir en profundidad el universo masculino.

Si la productividad es un valor esencial en el mundo teñido por el mandato masculino tóxico, los negocios vendrían a ser una suerte de altar en el que este valor se consagra. El español Pedro Juan Viladrich, doctor en Derecho y creador, en Madrid, del Instituto de Ciencias para la Familia, lo describió con descarnada claridad en el diario La Nación, de Buenos Aires (2 de julio de 2000): «Se necesita una gran cantidad de tiempo para mantener un nivel competitivo en el propio trabajo. Eso hace que lo mejor de uno mismo se vaya al área profesional. (…) Es decir, nuestra mejor realización se va en funciones que, finalmente, no son nuestras identidades más profundas». El mismo Viladrich dice con todas las letras algo que cada vez más hombres murmuran casi con temor: «En cualquier nivel, incluso en los más altos, los empleados de una empresa no confían en la calidad humana de los dueños de la misma. Saben que a estos les importa un rábano lo ·que pasa con sus vidas y que lo único que quieren de ellos es la utilidad».

De oficinas y trincheras

Una investigación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT ) titulada Género, formación y trabajo, advierte: «A pesar de la presencia de las mujeres en la empresa, todavía se espera del trabajador ideal que tenga ciertas cualidades de las tradicionalmente consideradas «masculinas»: que él (o ella) anteponga a todo su «carrera profesional»; que centre su vida en el trabajo; que esté en condiciones de dedicar al trabajo largas jornadas para adaptarse al rápido ritmo de producción que requiere el mercado mundializado; que pueda ajustar su vida familiar a las exigencias del trabajo, cuando éste lo demande; y que, en fin, no esté coartado por unas obligaciones familiares que reclamen su dedicación a ellas. En los nuevos usos laborales, no es infrecuente que las empresas inicien la jornada con desayunos de trabajo y las concluyan con sesiones de planificación que se prolongan durante la cena. Y los programas de formación pueden requerir del trabajador prolongadas ausencias del hogar. Por consiguiente, a pesar de haber incorporado a las mujeres en la fuerza del trabajo, la empresa sigue buscando al hombre en su modelo de división del trabajo entre ‘hombre proveedor de ingresos mujer forjadora de la familia'»

Hasta tal punto la mirada sobre el trabajo humano está sesgada desde el paradigma masculino dominante que cuando se vincula a la mujer con el trabajo, como lo prueban estas mismas estadísticas, se da por sentado que se habla del mundo laboral tal y como lo consideran los hombres. Las mujeres desarrollan y han desarrollado múltiples tareas en el hogar. Pero es un trabajo negro, ignorado, no registrado como tal. Es una labor que no tiene horarios ni feriados, que agota, que esclaviza y por la que, salvo cuando se trata de empleadas domésticas, no se recibe sueldo alguno ni se admite, por lo tanto, concebir mejoras salariales o de las condiciones de empleo. Muchos empleadores (muchísimos, a decir verdad, infinitamente más de los que están dispuestos a admitirlo) no contratan mujeres porque ellas se embarazan y eso significa largas licencias por maternidad. O porque menstrúan, y eso acarrea desde permisos hasta descenso en el rendimiento durante los «días femeninos» (como suelen llamarlos los estatutos laborales). ¿Qué debería hacer una mujer para adecuarse a esta patética y discriminadora concepción masculina del trabajo? ¿Quitarse el útero, prometer que no será madre, dejar de menstruar? Sería tan estúpido y brutal como pedirle a un hombre que, para poder colaborar en las tareas domésticas o para ser autorizado a criar a sus hijos en igualdad de condiciones con la madre, se hiciera crecer pechos y demostrara que puede amamantar.

Lo cierto es que hasta tal punto el género masculino y el trabajo están imbricados que los hombres brillan por su escandalosa ausencia o su penosa minoría en tareas como la docencia (salvo en puestos de conducción), en la limpieza (a donde llegan casi como marginados) y, ni hablar, en el servicio doméstico. Hay más médicos que médicas, pero las enfermeras superan largamente en número a los enfermeros, porque la enfermería es una profesión dedicada al servicio humano, al cuidado del otro. No se entra a ella para ganar dinero, pero sí vale para eso el ejercicio de la medicina (con perdón de la respetable minoría que aún recuerda el juramento hipocrático y le es fiel, que pena en hospitales o que elige personalizar la relación con sus pacientes).

¿Y todo esto en qué contexto ocurre? En uno que no considera jamás al trabajo como un espacio de enriquecimiento humano y vincular, como un escenario en el que se manifiestan las ricas singularidades de las personas, como un camino de servicio al otro, a los demás seres, al planeta. Un contexto en el cual el trabajo está vaciado de espiritualidad y trascendencia. El trabajo está, bajo el paradigma masculino tóxico, en función excluyente de los negocios. Quien dice negocios, en el vocabulario de este paradigma, habla de rentabilidad, de lucro, de utilidades y se postra reverencialmente ante esas palabras.

Se ganan mercados, se vence a la competencia, se obtienen ganancias, se factura. Los negocios son una forma sofisticada, aunque igualmente impiadosa, de la guerra. Las empresas, en la sociedad que componemos, se organizan como los ejércitos, vertical y jerárquicamente. Tienen reglamentos tan rígidos y autoritarios como aquellos. Los organigramas de un ejército y de una corporación son intercambiables. En ambos, además, se usan uniformes. En las empresas las personas están uniformadas como en las unidades bélicas. Sus trajes, camisas y corbatas los identifican (los colores son homogéneos). Incluso las mujeres se pliegan a esto. Cada vez más, los uniformes son directamente diseñados por las empresas e impuestos a sus empleados/ soldados. En el lenguaje de los negocios pululan palabras traídas de los campos bélicos. Estrategias, campañas, targets (blancos), objetivos, conquista, líder, grupos de tareas, espionaje, munición gruesa, atacar problemas, pasar a la ofensiva, capturar. Para entrenar ejecutivos se usan juegos de guerra y manuales de combate (El arte de la guerra, del chino Sun Tzu, un libro milenario, es un best seller de la administración empresaria). En una excelente película de 2005, que pasó por los cines sin pena ni gloria (En buena compañía, de Paul Weitz, con Dennis Quaid, Scarlett Johanson y Topher Grace), un joven ejecutivo corporativo, para conseguir el cargo al que aspira, promete a su jefe: «Iré por ese mercado y lo conquistaré sin tomar prisioneros. Eliminaré a todos los enemigos». Una síntesis implacable del modo masculino predominante en los negocios. Y los negocios mueven al mundo.

¿Tiene algo de malo el lucro, después de todo? La respuesta depende de cómo se toma el lucro. Cuando es un medio, puede convertirse en una herramienta para mejorar la vida de las personas y de las comunidades, para elevar los niveles educativos y sanitarios, para integrar etnias y culturas, para generar una atmósfera social de responsabilidad, para impulsar proyectos fecundantes de valores trascendentes. El Consejo Mundial Empresarial para el Desarrollo Sostenible, que reúne a las principales 1 60 empresas del planeta, define a la RSE, o «responsabilidad social empresaria» (una de las categorías de moda en el código de los negocios) como «el compromiso de las empresas para contribuir al desarrollo económico sostenible, trabajando con los empleados, sus familias, la comunidad local y la sociedad en general para mejorar su calidad de vida». Pongámosle de fondo música de violines y tendremos una bella canción. Pero sólo eso. En la práctica, siguen mandando las utilidades, no hay tiempo para canciones. La consultora Goldman Sachs (nombre santo en el mundo empresarial) advierte que declaraciones como las que acabo de citar son necesarias para «competir exitosamente» (textual) en un mundo complejo y «las empresas e inversores que no las tienen en cuenta lo hacen a su propio riesgo». Consulté, en conversaciones informales, a varios altos ejecutivos de corporaciones internacionales que tienen campamento en la Argentina. Mi pregunta, ingenua, fue si, efectivamente, a esas organizaciones les preocupa el cliente y la comunidad en que están insertas. La respuesta promedio: «No hay fondos para eso. Todo presupuesto que se distrae en esos temas baja la rentabilidad, afecta los balances de final de año. El objetivo básico y prioritario es ganar más».

«Ganar». «Ganar más». «Volver con la cabeza e enemigo». «Imponerse.» Son los mandatos que los varones siguen recibiendo desde pequeños y desde diferentes fuentes emisoras, algunas más obvias, otras más sutiles o inconscientes. Es el mandato que llevan al mundo de los negocios, en el que los hombres, a pesar de las estadísticas, siguen mandando, decidiendo y ejecutando. En este paradigma no entran la piedad, la compasión, la cocreación, la solidaridad, la cooperación desinteresada.

El lucro es un fin en sí mismo. Y cuando algo como el lucro, el dinero o el poder se convierten en fines en sí mismos, justifican todos los medios. Estamos en riesgo. El filósofo esloveno Zlavoj Zizek escribió en la London Review of Books, refiriéndose a Bill Gates, George Soros y otros popes del mundo de los negocios a quienes se suele mostrar como impulsores del «capitalismo con rostro humano» (sabe Dios lo que esto significa): «Su rutina diaria es una mentira personificada; la mitad de su tiempo lo dedican a especulaciones financieras y la otra mitad a actividades humanitarias que combaten los efectos de sus propias especulaciones. Las dos caras de Gates: un cruel hombre de negocios que destruye o compra a sus competidores y busca un monopolio virtual usando todas las trampas posibles para sus propósitos… y el mayor filántropo en la historia».

Si Gates, y el modelo que él representa, no fuera así, no sería confiable, no resultaría ganador, no devendría en un modelo para otros hombres. En su libro La comunicación entre hombres y mujeres a la hora del trabajo4, la lingüista Deborah * Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1996.
Tannen es explícita al decir que, en este ámbito, los hombres que no son muy agresivos son tildados de «maricas». Los agresivos, en cambio, son vistos como «pujantes». Pero si, en cambio, la agresiva es una mujer, se dirá que es «soberbia». También le dirán, señala Tannen, «sargenta». Hasta para el insulto a la «invasora», en el mundo masculino de los negocios se usará una palabra de origen militar.

Quizá esto último explique por qué a pesar de todos los cambios que las mujeres han protagonizado desde los años sesenta del siglo veinte en su propio estereotipo social y cultural, todavía no atraviesan el techo de cristal en el mundo de los negocios y el trabajo, ese techo que les impide posicionarse masivamente en los puestos de decisión o ganar lo mismo que los hombres por responsabilidades similares. Las que llegan, en su gran mayoría, tienen que adaptarse a los modelos masculinos de mando, de negociación, de gestión. Tienen que adoptar incluso ademanes y vestimentas masculinas, tienen que demostrar su capacidad de resistencia, ocultar emociones (porque si las manifiestan se vuelven «imprevisibles», «poco confiables»), no abrir sus campos de interés (porque se las tilda de «dispersas»), no distraerse en la contemplación de los vínculos humanos dentro del área en el que mandan (porque serían jefas «manipulables»). Las que acatan al pie de la letra el paradigma masculino (en el mundo de los negocios y en el de la política es donde más claramente se ve cómo ese paradigma es predominante, hegemónico y carente de alternativas palpables), pagan altos costos emocionales por ello. Algunas los confiesan (las he escuchado), otras se retiran, las menos siguen adelante.

El análisis de la OIT que antes mencioné afirma que «según las estimaciones del Banco Mundial, entre 1960 y 1997 las mujeres han incrementado su participación en la fuerza del trabajo total ¡en un 1 26%! En la actualidad, las mujeres integran casi la mitad de la mano de obra del mundo. Se ha producido un colosal aumento de las familias en las que el hombre y la mujer obtienen ingresos derivados de sus respectivos trabajos, y han aumentado también mucho las familias monoparentales. A menudo los ingresos de las mujeres son vitales para la supervivencia de la familia. Según estimaciones de la OIT, se calcula que en todo el mundo la proporción de hogares en los que las mujeres son la principal fuente de ingresos asciende al 30% del total. Y no sólo están presentes hoy las mujeres en el mundo del trabajo, sino que muchas se ocupan en los considerados tradicionalmente trabajos masculinos«. Otro estudio de la misma institución indica que en toda América Latina una mujer necesita cuatro años más para obtener los mismos ingresos que un hombre.

A pesar de estas revelaciones definitorias, las leyes del juego en el mundo del trabajo y de los negocios, siguen siendo las que impone el paradigma de la masculinidad tóxica. Rendir. Ganar. Imponerse. Producir. Se erosionan los vínculos humanos, se depreda el medio ambiente. A las personas se las usa y cuando no sirven más (sea como empleados, como operarios, como ejecutivos o como consumidores) se las tira, se las cambia por otras. El mundo del trabajo y de los negocios es un universo masculino no porque sólo lo habiten hombres, sino porque lo rigen los mandatos que forman la identidad de género en nuestra cultura. Mientras esos mandatos no sean transformados y revertidos, tampoco en este espacio entrarán la compasión, la confraternidad, la trascendencia, la espiritualidad, el humanismo. No hay espacio para la alteridad en ninguna de sus manifestaciones.

Esta forma de trabajar y de hacer negocios no es, claro está, inocua. Deja legiones de hijos huérfanos aunque sus padres vivan. Deshace matrimonios. Impide la formación de espacios familiares fecundos. Destruye el medio ambiente. Tiene altísimos costos sociales en materia de salud. Empobrece la escala de valores en las personas y en la comunidad que ellas integran. Favorece la corrupción, porque cuando el fin justifica los medios, entre esos medios aparece la compra de voluntades, de opiniones, de actitudes, cuando no de vidas. Para los hombres esto es parte del escenario cotidiano de los negocios. Las mujeres resultan, por provenir de otro paradigma, presencias molestas, testigos riesgosos (salvo que se acoplen masculinizándose). Este paradigma, en fin, vacía la vida de sentidos trascendentes. Produce, sí, altos índices de rentabilidad para algunos y mucho más altos índices de infelicidad para muchos, muchos más. Es una forma tóxica -física, ambiental y espiritualmente- de trabajar y de hacer negocios.

Si los varones aspiran a vivir vidas con contenidos trascendentes, deberán devolverle al trabajo los valores de los que ha sido vaciado, deberán convertirlo en una vía para habitar el mundo de manera solidaria, creativa y fecundante. Deberán entender los negocios como una forma significativa del vínculo humano, destinada a mejorar la vida de todas las personas y del ambiente que habitamos. Es lo menos que se puede esperar si aspiramos a abandonar la masculinidad tóxica para convertirnos en varones espiritualmente fértiles.

1- Capítulo 2 de este mismo libro: Adiós, nueva masculinidad, adiós.
2- Why men are the way they are (sin traducción al castellano), Berkley Books, Nueva York, 1986.
3- Ed. Kairós, Barcelona, 1993.
4- Ed. Javier Vergara, Buenos Aires, 1993.
5- Ed. Javier Vergara, Buenos Aires, 1993.


La masculinidad tóxica  
(Un paradigma que enferma a la sociedad y amenaza a las personas) 
Sergio Sinay.
ISBN: 978987122263

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